Hoy, como aperitivo, el capítulo primero de la novela que unos amigos están escribiendo a tres manos porque uno de ellos es manco.
Caminaba
sin prisa. Sus pisadas se perdían en una reverberación infinita.
Esa soledad inusual para una ciudad bulliciosa y tan llena de vida le
hacía sentirse como el único ser humano del planeta. Era Vincent
Price, era el 'Último hombre sobre la tierra', un solitario
deambulando por las venas de asfalto de una metrópoli desangrada,
yerma, fantasmagórica. Una sensación que la luz amarillenta de las
farolas ayudaba a incrementar tiñendo las calles de un color sepia
lánguido y mortecino, como de fotografía antigua.
La
velada había sido perfecta, 'parmenífica' según Alfonso,
amigo y aprendiz de filósofo con cierta propensión a inventarse
juegos de palabras relacionando grandes pensadores. Esta acuñación
refería a algo que sale mejor que bien y su tributo era para
Parménides y su 'Ser redondo'.
Primero,
cena en un restaurante chino sin que el camarero sirviera el café
con leche casi al tiempo que el primer plato, con la cuenta junto a
la cucharilla grapada a uno de los sobres de azúcar. Si nadie del
Salón Amistad te azuzaba hasta el punto de tener que llenar tus
carrillos de comida como un hámster y salir con ella almacenada por
la puerta para dejar tu mesa a un nuevo hámster, no cabía otra que
interpretarlo como un buen augurio.
Una
comida tranquila dio pie a una sobremesa distendida en la que ocupar
el pensamiento en lo paradójico que resultaba el nombre de muchos de
aquellos restaurantes en los que la palabra 'amistad' era,
aparentemente, condición 'sine qua non' para su apertura. Porque
poco o nada había de amistoso en servirte platos a la velocidad de
la luz con el único objeto de sacar tu culo del asiento sobre el que
lo habías sentado segundos, todo para poder ofrecérselo a otro
cliente. ¿Qué relación de 'amistad' podía entablar si la
interacción social entre parroquianos del local y el párroco
encargado de tomar nota era tanto o más fugaz que la de dos
perfectos extraños en una convención de 'speed dating'?
Después
de llegar a la conclusión que él y el Salón Amistad con suerte se
etiquetarían como conocidos, Román decidió rematar la velada yendo
al cine.
La
película no le defraudó. Incluso rebasó todas sus expectativas,
que eran muchas. Después de actualizar con gran acierto dos obras
magnas del celuloide como 'Rambo' y 'Rocky' Román se creía en
disposición de poder afirmar sin miedo a equivocarse que el genio de
Sylvester Stallone con 'Los Mercenarios' había dado otra vez en el
clavo. En su condición de cinéfilo fagocitador de largometrajes,
indistintamente del género que se tratase, ésta era ya una obra
casi maestra del séptimo arte.
Aciertos
tenía muchos, pero él destacaba su dirección en particular. Román
opinaba que pocos directores habían reunido un elenco de actores del
calibre de Dolph Lundgren, Jean Claude Van Damme, Bruce Willis, Jet
Li, Mickey Rourke o el propio Sylvester Stallone bajo los mismos
focos sin que ninguna interpretación sobresaliese por encima de las
demás.
¡Cuán
equivocado estaba el puñado de espectadores que le habían
acompañado en la sala cuando, al acabar la proyección, le dieran la
razón sobre la homogeneidad del registro de actuación del reparto a
través del sarcasmo! Desde su modesta opinión de amante del cine,
aseverar que ningún actor ponía más cara de palo que el resto
porque la escoba que parecían tener en el culo a la hora de
interpretar les molestaba a todos por igual era poco menos que una
herejía.
Sin
embargo, en el otro extremo de la balanza, el de los pequeños pero
sutiles errores, el que separaba a 'Los Mercenarios' de obra casi
maestra a obra maestra con mayúsculas no era otro que el de la
ausencia de Chuck Norris en la cinta. En una película de acción las
tortas eran menos tortas sin él. Sonaban hasta diferentes, menos
fuertes. Ése era su punto de vista, el de uno de los pocos cinéfilos
del mundo, por no decir el único, capaz de sostener la teoría de
que la industria del cine estaba adulterada desde el preciso instante
en que los premios Oscar no habían tenido, jamás, como nominado a
mejor actor a semejante talento interpretativo.
Tenía
la certeza que de haber contado con Chuck Norris en sus títulos de
crédito 'Los Mercenarios' estaría a la altura de clásicos como
'Ciudadano Kane'. Es más, conociendo cómo se las gastaban esos
tíos duros y parafraseando su forma de hablar, no dudaba en que 'Los
Mercenarios' habrían agarrado al jodido ciudadano Kane por los
mismísimos huevos, le habrían arrancado su puta cabeza de cuajo y
se habrían meado sobre su cadáver antes de volarlo en mil pedazos
con media tonelada de jodidos explosivos.
La
imagen de un Orson Welles forrado de los pies a la cabeza con
cartuchos de dinamita mientras Sylvester Stallone le dedicaba unas
últimas y siempre ocurrentes palabras, de esas que sólo están al
alcance de los héroes de acción y de superhéroes como Spiderman,
de las que suenan a algo así como: “siempre creí que la noticia
de su muerte sería la bomba, pero no imaginé que tanto. Hasta
nunca, señor Kane, está usted a punto de hacer Rose...¡pum!”.
Román
no pudo evitar que aflorara una sonrisa en su labios. Su ingenio le
sorprendía incluso a él. Su agudeza quevediana no tenía parangón
cuando se trataba de hacer juegos de palabras.
El
regocijo de su probada habilidad para generar divertimentos
lingüísticos brillantes se truncó de forma abrupta al tropezar con
uno de los cinco componentes de un grupo de jóvenes que parecía
haber salido de entre las mismas sombras de la noche.
-Lo
siento, no os he visto, iba distraído- se disculpó Román.
Retomó
su paseo de vuelta a casa, pero su intento de sortear al sujeto con
el que acababa de chocar acabó con ambos frente a frente de nuevo.
Román
atribuyó el segundo encontronazo a un leye no probada empíricamente
pero igual de irrefutable que la de la gravedad, la por todos
conocida 'Ley Espejo del transeúnte'. El principio que a grandes
trazos resume que en caso de detener tu marcha porque te has
encontrado con alguien delante cuando ambos la reanudéis, yendo a
izquierda o derecha, se hará en la misma dirección, para veros de
nuevo en la misma tesitura.
Sin
embargo, varias fintas de resultado infructuoso
más tarde, Román sospechó que bajo esos encuentros continuos
subyacía un motivo que iba más allá del bucle estándar de la 'Ley
Espejo del transeúnte'. Una conjetura transmutada en certeza en el
instante en que la mano del tipo al que estaba tratando de sortear en
vano desapareció en uno de los bolsillos de su cazadora, para
reaparecer sosteniendo una navaja entre sus dedos.
-¡Zas,
zas, Magia Borrás, capullo!-le espetó aquel chaval a Román
blandiendo la hoja de la navaja a escasos centímetros de su nariz.
Román
retrocedió unos pasos, intimidado por el destello acerado del filo
de aquella hoja de metal que paseaba tan cerca de sus fosas nasales
como para preparar una brocheta de mocos.
Otro
individuo cortó su retirada. Román miró alrededor, le habían
rodeado y no había escapatoria posible. Mirara donde mirara, ahí
había un tipo dedicándole una sonrisa burlonamente siniestra.
-¿Qué
queréis de mí y qué piensas hacer con esa navaja?
-¿Tú
que crees? Hemos venido a invitarte a comer naranjas porque eso es lo
que hacen los extraños con navajas en la mano en las frías noches
de invierno, buscar a alguien con quien compartir una rica y jugosa
fruta a cambio de lo que éste lleve encima. Así que venga, ya estás
soltando la cartera, el móvil, el reloj...todo.
-¿Vuestras
madres no os han enseñado que robar no está bien?
-¿Y
a ti te ha enseñado la tuya que es mejor no tocarle los huevos a
alguien que puede apuñalarte en el cuello?- respondió el muchacho
que sostenía el arma.
Román
miró la navaja. Al principio le había parecido una réplica de
chaira típica de bandolero del siglo XVIII ó XIX, pero al detalle
se podía llegar a pensar si no sería en verdad de aquella época.
La madera de la empuñadura se veía desgastada por el uso y la misma
hoja cuyo metal en un principio le había parecido ver refulgir vivía
al abrigo de una espesa capa de óxido. Era una ruina de faca. Muy
grande, pero una ruina.
-Espero
que antes de apuñalarme con la reliquia familiar de vuestro clan de
salteadores de caminos me vacunes contra el tétanos y que después
te hagas un favor y con lo que saques del atraco compres otra arma.
Algo más acorde a los tiempos, menos rústico.
El
atracador miró su navaja. Román estaba en lo cierto, era un asco de
arma, tanto que hasta el más cutre de los desvalijadores sentiría
vergüenza de amenazar con ella a sus víctimas. Lo era incluso más
de lo que Román sabía.
-No
sé, creo que unos palos con unas lascas de sílex amedrentarían más
que...eso. Es más, un troglodita con una piedra infundiría más
respeto que tú como asaltante. Y que conste que te lo digo desde el
respeto de quien está siendo víctima de un robo-apostilló Román.
-Bueno
chico, qué quieres, es lo que tiene armarse en una tienda de todo a
un euro. No todos somos tan guay como para ir con pistolas de cachas
personalizadas- pareció disculparse el atracador que acto seguido
recuperó el tono amenazador inicial -.Además, me basta y me sobra
para rajarte el cuello y desangrarte como a un cerdo si no te callas
de una puta vez y aflojas todo lo que llevas encima.
Y
para demostrar que sus palabras no eran meras bravatas de chulo de
barrio, que era perro mordedor, agitó con violencia la navaja en el
aire. La sacudió tan fuerte que cuando cesó en sus aspavientos la
hoja se desprendió de la empuñadura como un tomate maduro de la
mata. Fue una caída lenta casi anunciada para los seis pares de ojos
estupefactos que la contemplaron precipitarse al vacío para acabar
hundiéndose en la puntera del zapato del atracador que la sujetaba.
Román
le miró directamente a los ojos, reprimiendo una carcajada. Igual
que el resto de los presentes.
-Qué
situación tan embarazosa. Se palpa la tensión, casi se podría
cortar con un cuchillo. Bueno, menos con el tuyo, que ha preferido
suicidarse-bromeó Román, que volvió a felicitarse por su ingenio.
Se
oyeron unas risas apagadas. El hasta aquel momento portavoz del grupo
de atracadores enrojeció, primero de vergüenza, después de rabia.
Hasta sus colegas se estaban burlando de él.
-¡Callaos,
coño!-gritó al resto de sus compañeros.
-Qué
quieres 'Pitu', aquí el chaval ha estado gracioso. No lo puedes
negar-le respondió uno de ellos.
-Ya,
bueno, pues deja que le diga tres cosas al rey del humor. Uno; la
navaja se clava como puedes ver. Dos; te aseguro que cuando se clava
duele, y mucho. Y tres; más te vale que cierres el pico, nos lo des
todo y te largues cagando hostias antes de que logre sacármela del
pie o te juro que te la meto por el culo y no paro hasta sacártela
por la boca.
Román
negó con la cabeza. El lamentable espectáculo de la navaja suicida
le había envalentonado hasta el punto de creer que si se lo proponía
podía deshacerse de aquellos tipos a torta limpia. Estaba harto de
vérselo hacer a Chuck Norris. No tenía que ser tan difícil. Lo
primero, hacerse el gallito para ganarles la partida psicológica. No
en vano ellos eran cinco y él uno.
Si
disponía de una oportunidad ésta pasaba, sin lugar a dudas, por
predisponer a sus enemigos a la derrota, mellar su ánimo atacando
desde el subconsciente.
-Ahora
que estamos en igualdad de condiciones...debo advertiros que mis
puños están catalogados como armas blancas y domino a la perfección
el golpe de una pulgada o el de los cinco pasos.
El
atracador que tenía enfrente miró a Román con la misma cara que la
de un astronauta que se asoma a la ventana de la nave en la que viaja
y se da de bruces con un extraterrestre en vez de con la tierra en la
lejanía.
-O
eres un alienígena o eres idiota. O las dos cosas. Somos cinco y
todos nosotros dominamos el golpe sagrado u hostia.
-Seguís
sin ser rivales para mí.
Román
sonrió. Para dar un toque más aguerrido a su baladronada se tocó
la nariz con el pulgar y después con un gesto les convidó a
atacarle. Si algo había aprendido de Bruce Lee era que resaltar el
preludio del castigo que se avecinaba a sus rivales tenía la misma
importancia que los golpes que le sucederían.
La
confianza infundada en que saldría airoso de aquel trance se evaporó
en el tiempo que tardó en meterse la mano en el bolsillo del
pantalón otro de los asaltantes. Un cachivache semejante a una
máquina de afeitar eléctrica fue la causa.
-Ya
estoy hasta los cojones de tanta tontería. A tomar por culo.
Un
chispazo en el hombro. Eso fue todo. Román se desplomó. En apenas
un segundo había pasado de ser un arma letal a ser un saco terrero
de gimnasio. Las patadas voladoras, los golpes de kárate, los cinco
pasos...todo debería aguardar tiempos mejores. Ahora era maestro
involuntario de una técnica dolorosa, la que causaban un montón de
voltios recorriendo tu cuerpo.
-¿Qué
técnica es esa Kung Fu Panda, la del pez fuera del agua?
De
no sentir que hasta la última de las fibras de su musculatura iba a
estallar en mil pedazos, Román le habría reconocido lo acertado de
su chanza al tipo que acababa de electrocutarle. Los espasmos y las
convulsiones le conferían cierto aire de pez recién pescado que se
agita para tratar de zafarse del anzuelo y regresar al mar.
-Coged
todo lo que lleve encima este idiota y larguémonos- dijo el
atracador de la navaja.
-¿Por
qué tanta prisa, 'Pitu'? Va estar así un buen rato.
-Por
la sencilla razón de que tengo la hoja de mi navaja clavada en el
pie y eso es algo que a algunos tiquismiquis como yo nos resulta
bastante molesto y doloroso. Así que si no es mucha molestia me
gustaría ir a casa para arrancar a Excalibur del empeine.
Los
amigos del muchacho asintieron y se afanaron en registrar los
bolsillos de Román, a la caza de un botín para nada satisfactorio.
Román,
anclado en las décadas de los ochenta y los noventa, era un tipo
poco dado a la tecnología más allá de la de los videojuegos de
guerra online. Llevaba un móvil antediluviano. En plena era de los
'smartphones' un Nokia 3210 no podía siquiera tener consideración
de 'Neandertalphone'. Lo mismo que su dispositivo para escuchar
música. Ni mp3, ni mp4, ni Ipod, ni nada que se le pareciese. Un
walkman sin tapa ni botón de rebobinado que dejaba a la vista una
cinta de cassette en la que podía leerse: 'The very best of
Bangles'. Y en la cartera, un DNI a punto de caducar, sesenta y dos
céntimos y un condón cuya fecha de caducidad había vencido meses
atrás.
-Joder,
este tío sólo lleva morralla. Ni el condón nos sirve de algo- se
quejó el que le había aturdido con la descarga eléctrica.
Román
vio alejarse a sus cinco asaltantes desde el suelo, roto de dolor por
los espasmos musculares. El sucesor del Tempranillo y cía se
marcharon sin volver la vista atrás, abandonándolo igual que a un
sofá viejo, hablando de la porra eléctrica que uno de ellos le
había levantado a su viejo, que era policía, según creyó entender
Román, aún en estado de shock.
Después
no supo decir con exactitud el tiempo que permaneció así, pero le
parecieron años. No hubo auxilio. Nadie se interesó por su estado.
Todos cuantos pasaron por su lado o no se percataron o no quisieron
percatarse de su presencia hasta que un anciano se acercó para
recriminarle su falta de decoro.
-Niñato
del carajo, míralo ahí tirado, echando por la boca más baba que un
caracol, borracho perdido. O drogado. Mierda de juventud- le espetó
mientras le azuzaba el costillar con la punta de su bastón.
Acto
seguido, el viejo siguió su camino sin dejar de farfullar la falta
de mano dura y disciplina castrense que se necesitaban para enderezar
estas generaciones a las que sus padres se lo daban todo hecho.