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jueves, 18 de septiembre de 2014

Diario de un infrahéroe, capítulo 1

Hoy, como aperitivo, el capítulo primero de la novela que unos amigos están escribiendo a tres manos porque uno de ellos es manco.

Caminaba sin prisa. Sus pisadas se perdían en una reverberación infinita. Esa soledad inusual para una ciudad bulliciosa y tan llena de vida le hacía sentirse como el único ser humano del planeta. Era Vincent Price, era el 'Último hombre sobre la tierra', un solitario deambulando por las venas de asfalto de una metrópoli desangrada, yerma, fantasmagórica. Una sensación que la luz amarillenta de las farolas ayudaba a incrementar tiñendo las calles de un color sepia lánguido y mortecino, como de fotografía antigua.

La velada había sido perfecta, 'parmenífica' según Alfonso, amigo y aprendiz de filósofo con cierta propensión a inventarse juegos de palabras relacionando grandes pensadores. Esta acuñación refería a algo que sale mejor que bien y su tributo era para Parménides y su 'Ser redondo'.

Primero, cena en un restaurante chino sin que el camarero sirviera el café con leche casi al tiempo que el primer plato, con la cuenta junto a la cucharilla grapada a uno de los sobres de azúcar. Si nadie del Salón Amistad te azuzaba hasta el punto de tener que llenar tus carrillos de comida como un hámster y salir con ella almacenada por la puerta para dejar tu mesa a un nuevo hámster, no cabía otra que interpretarlo como un buen augurio.

Una comida tranquila dio pie a una sobremesa distendida en la que ocupar el pensamiento en lo paradójico que resultaba el nombre de muchos de aquellos restaurantes en los que la palabra 'amistad' era, aparentemente, condición 'sine qua non' para su apertura. Porque poco o nada había de amistoso en servirte platos a la velocidad de la luz con el único objeto de sacar tu culo del asiento sobre el que lo habías sentado segundos, todo para poder ofrecérselo a otro cliente. ¿Qué relación de 'amistad' podía entablar si la interacción social entre parroquianos del local y el párroco encargado de tomar nota era tanto o más fugaz que la de dos perfectos extraños en una convención de 'speed dating'?

Después de llegar a la conclusión que él y el Salón Amistad con suerte se etiquetarían como conocidos, Román decidió rematar la velada yendo al cine.

La película no le defraudó. Incluso rebasó todas sus expectativas, que eran muchas. Después de actualizar con gran acierto dos obras magnas del celuloide como 'Rambo' y 'Rocky' Román se creía en disposición de poder afirmar sin miedo a equivocarse que el genio de Sylvester Stallone con 'Los Mercenarios' había dado otra vez en el clavo. En su condición de cinéfilo fagocitador de largometrajes, indistintamente del género que se tratase, ésta era ya una obra casi maestra del séptimo arte.

Aciertos tenía muchos, pero él destacaba su dirección en particular. Román opinaba que pocos directores habían reunido un elenco de actores del calibre de Dolph Lundgren, Jean Claude Van Damme, Bruce Willis, Jet Li, Mickey Rourke o el propio Sylvester Stallone bajo los mismos focos sin que ninguna interpretación sobresaliese por encima de las demás.

¡Cuán equivocado estaba el puñado de espectadores que le habían acompañado en la sala cuando, al acabar la proyección, le dieran la razón sobre la homogeneidad del registro de actuación del reparto a través del sarcasmo! Desde su modesta opinión de amante del cine, aseverar que ningún actor ponía más cara de palo que el resto porque la escoba que parecían tener en el culo a la hora de interpretar les molestaba a todos por igual era poco menos que una herejía.

Sin embargo, en el otro extremo de la balanza, el de los pequeños pero sutiles errores, el que separaba a 'Los Mercenarios' de obra casi maestra a obra maestra con mayúsculas no era otro que el de la ausencia de Chuck Norris en la cinta. En una película de acción las tortas eran menos tortas sin él. Sonaban hasta diferentes, menos fuertes. Ése era su punto de vista, el de uno de los pocos cinéfilos del mundo, por no decir el único, capaz de sostener la teoría de que la industria del cine estaba adulterada desde el preciso instante en que los premios Oscar no habían tenido, jamás, como nominado a mejor actor a semejante talento interpretativo.

Tenía la certeza que de haber contado con Chuck Norris en sus títulos de crédito 'Los Mercenarios' estaría a la altura de clásicos como 'Ciudadano Kane'. Es más, conociendo cómo se las gastaban esos tíos duros y parafraseando su forma de hablar, no dudaba en que 'Los Mercenarios' habrían agarrado al jodido ciudadano Kane por los mismísimos huevos, le habrían arrancado su puta cabeza de cuajo y se habrían meado sobre su cadáver antes de volarlo en mil pedazos con media tonelada de jodidos explosivos.

La imagen de un Orson Welles forrado de los pies a la cabeza con cartuchos de dinamita mientras Sylvester Stallone le dedicaba unas últimas y siempre ocurrentes palabras, de esas que sólo están al alcance de los héroes de acción y de superhéroes como Spiderman, de las que suenan a algo así como: “siempre creí que la noticia de su muerte sería la bomba, pero no imaginé que tanto. Hasta nunca, señor Kane, está usted a punto de hacer Rose...¡pum!”.

Román no pudo evitar que aflorara una sonrisa en su labios. Su ingenio le sorprendía incluso a él. Su agudeza quevediana no tenía parangón cuando se trataba de hacer juegos de palabras.
El regocijo de su probada habilidad para generar divertimentos lingüísticos brillantes se truncó de forma abrupta al tropezar con uno de los cinco componentes de un grupo de jóvenes que parecía haber salido de entre las mismas sombras de la noche.

-Lo siento, no os he visto, iba distraído- se disculpó Román.

Retomó su paseo de vuelta a casa, pero su intento de sortear al sujeto con el que acababa de chocar acabó con ambos frente a frente de nuevo.

Román atribuyó el segundo encontronazo a un leye no probada empíricamente pero igual de irrefutable que la de la gravedad, la por todos conocida 'Ley Espejo del transeúnte'. El principio que a grandes trazos resume que en caso de detener tu marcha porque te has encontrado con alguien delante cuando ambos la reanudéis, yendo a izquierda o derecha, se hará en la misma dirección, para veros de nuevo en la misma tesitura.

Sin embargo, varias fintas de resultado infructuoso más tarde, Román sospechó que bajo esos encuentros continuos subyacía un motivo que iba más allá del bucle estándar de la 'Ley Espejo del transeúnte'. Una conjetura transmutada en certeza en el instante en que la mano del tipo al que estaba tratando de sortear en vano desapareció en uno de los bolsillos de su cazadora, para reaparecer sosteniendo una navaja entre sus dedos.

-¡Zas, zas, Magia Borrás, capullo!-le espetó aquel chaval a Román blandiendo la hoja de la navaja a escasos centímetros de su nariz.

Román retrocedió unos pasos, intimidado por el destello acerado del filo de aquella hoja de metal que paseaba tan cerca de sus fosas nasales como para preparar una brocheta de mocos.

Otro individuo cortó su retirada. Román miró alrededor, le habían rodeado y no había escapatoria posible. Mirara donde mirara, ahí había un tipo dedicándole una sonrisa burlonamente siniestra.

-¿Qué queréis de mí y qué piensas hacer con esa navaja?

-¿Tú que crees? Hemos venido a invitarte a comer naranjas porque eso es lo que hacen los extraños con navajas en la mano en las frías noches de invierno, buscar a alguien con quien compartir una rica y jugosa fruta a cambio de lo que éste lleve encima. Así que venga, ya estás soltando la cartera, el móvil, el reloj...todo.

-¿Vuestras madres no os han enseñado que robar no está bien?

-¿Y a ti te ha enseñado la tuya que es mejor no tocarle los huevos a alguien que puede apuñalarte en el cuello?- respondió el muchacho que sostenía el arma.

Román miró la navaja. Al principio le había parecido una réplica de chaira típica de bandolero del siglo XVIII ó XIX, pero al detalle se podía llegar a pensar si no sería en verdad de aquella época. La madera de la empuñadura se veía desgastada por el uso y la misma hoja cuyo metal en un principio le había parecido ver refulgir vivía al abrigo de una espesa capa de óxido. Era una ruina de faca. Muy grande, pero una ruina.

-Espero que antes de apuñalarme con la reliquia familiar de vuestro clan de salteadores de caminos me vacunes contra el tétanos y que después te hagas un favor y con lo que saques del atraco compres otra arma. Algo más acorde a los tiempos, menos rústico.

El atracador miró su navaja. Román estaba en lo cierto, era un asco de arma, tanto que hasta el más cutre de los desvalijadores sentiría vergüenza de amenazar con ella a sus víctimas. Lo era incluso más de lo que Román sabía.

-No sé, creo que unos palos con unas lascas de sílex amedrentarían más que...eso. Es más, un troglodita con una piedra infundiría más respeto que tú como asaltante. Y que conste que te lo digo desde el respeto de quien está siendo víctima de un robo-apostilló Román.

-Bueno chico, qué quieres, es lo que tiene armarse en una tienda de todo a un euro. No todos somos tan guay como para ir con pistolas de cachas personalizadas- pareció disculparse el atracador que acto seguido recuperó el tono amenazador inicial -.Además, me basta y me sobra para rajarte el cuello y desangrarte como a un cerdo si no te callas de una puta vez y aflojas todo lo que llevas encima.

Y para demostrar que sus palabras no eran meras bravatas de chulo de barrio, que era perro mordedor, agitó con violencia la navaja en el aire. La sacudió tan fuerte que cuando cesó en sus aspavientos la hoja se desprendió de la empuñadura como un tomate maduro de la mata. Fue una caída lenta casi anunciada para los seis pares de ojos estupefactos que la contemplaron precipitarse al vacío para acabar hundiéndose en la puntera del zapato del atracador que la sujetaba.

Román le miró directamente a los ojos, reprimiendo una carcajada. Igual que el resto de los presentes.

-Qué situación tan embarazosa. Se palpa la tensión, casi se podría cortar con un cuchillo. Bueno, menos con el tuyo, que ha preferido suicidarse-bromeó Román, que volvió a felicitarse por su ingenio.

Se oyeron unas risas apagadas. El hasta aquel momento portavoz del grupo de atracadores enrojeció, primero de vergüenza, después de rabia. Hasta sus colegas se estaban burlando de él.

-¡Callaos, coño!-gritó al resto de sus compañeros.

-Qué quieres 'Pitu', aquí el chaval ha estado gracioso. No lo puedes negar-le respondió uno de ellos.

-Ya, bueno, pues deja que le diga tres cosas al rey del humor. Uno; la navaja se clava como puedes ver. Dos; te aseguro que cuando se clava duele, y mucho. Y tres; más te vale que cierres el pico, nos lo des todo y te largues cagando hostias antes de que logre sacármela del pie o te juro que te la meto por el culo y no paro hasta sacártela por la boca.

Román negó con la cabeza. El lamentable espectáculo de la navaja suicida le había envalentonado hasta el punto de creer que si se lo proponía podía deshacerse de aquellos tipos a torta limpia. Estaba harto de vérselo hacer a Chuck Norris. No tenía que ser tan difícil. Lo primero, hacerse el gallito para ganarles la partida psicológica. No en vano ellos eran cinco y él uno.

Si disponía de una oportunidad ésta pasaba, sin lugar a dudas, por predisponer a sus enemigos a la derrota, mellar su ánimo atacando desde el subconsciente.

-Ahora que estamos en igualdad de condiciones...debo advertiros que mis puños están catalogados como armas blancas y domino a la perfección el golpe de una pulgada o el de los cinco pasos.

El atracador que tenía enfrente miró a Román con la misma cara que la de un astronauta que se asoma a la ventana de la nave en la que viaja y se da de bruces con un extraterrestre en vez de con la tierra en la lejanía.

-O eres un alienígena o eres idiota. O las dos cosas. Somos cinco y todos nosotros dominamos el golpe sagrado u hostia.

-Seguís sin ser rivales para mí.

Román sonrió. Para dar un toque más aguerrido a su baladronada se tocó la nariz con el pulgar y después con un gesto les convidó a atacarle. Si algo había aprendido de Bruce Lee era que resaltar el preludio del castigo que se avecinaba a sus rivales tenía la misma importancia que los golpes que le sucederían.

La confianza infundada en que saldría airoso de aquel trance se evaporó en el tiempo que tardó en meterse la mano en el bolsillo del pantalón otro de los asaltantes. Un cachivache semejante a una máquina de afeitar eléctrica fue la causa.

-Ya estoy hasta los cojones de tanta tontería. A tomar por culo.

Un chispazo en el hombro. Eso fue todo. Román se desplomó. En apenas un segundo había pasado de ser un arma letal a ser un saco terrero de gimnasio. Las patadas voladoras, los golpes de kárate, los cinco pasos...todo debería aguardar tiempos mejores. Ahora era maestro involuntario de una técnica dolorosa, la que causaban un montón de voltios recorriendo tu cuerpo.

-¿Qué técnica es esa Kung Fu Panda, la del pez fuera del agua?

De no sentir que hasta la última de las fibras de su musculatura iba a estallar en mil pedazos, Román le habría reconocido lo acertado de su chanza al tipo que acababa de electrocutarle. Los espasmos y las convulsiones le conferían cierto aire de pez recién pescado que se agita para tratar de zafarse del anzuelo y regresar al mar.

-Coged todo lo que lleve encima este idiota y larguémonos- dijo el atracador de la navaja.
-¿Por qué tanta prisa, 'Pitu'? Va estar así un buen rato.

-Por la sencilla razón de que tengo la hoja de mi navaja clavada en el pie y eso es algo que a algunos tiquismiquis como yo nos resulta bastante molesto y doloroso. Así que si no es mucha molestia me gustaría ir a casa para arrancar a Excalibur del empeine.

Los amigos del muchacho asintieron y se afanaron en registrar los bolsillos de Román, a la caza de un botín para nada satisfactorio.

Román, anclado en las décadas de los ochenta y los noventa, era un tipo poco dado a la tecnología más allá de la de los videojuegos de guerra online. Llevaba un móvil antediluviano. En plena era de los 'smartphones' un Nokia 3210 no podía siquiera tener consideración de 'Neandertalphone'. Lo mismo que su dispositivo para escuchar música. Ni mp3, ni mp4, ni Ipod, ni nada que se le pareciese. Un walkman sin tapa ni botón de rebobinado que dejaba a la vista una cinta de cassette en la que podía leerse: 'The very best of Bangles'. Y en la cartera, un DNI a punto de caducar, sesenta y dos céntimos y un condón cuya fecha de caducidad había vencido meses atrás.

-Joder, este tío sólo lleva morralla. Ni el condón nos sirve de algo- se quejó el que le había aturdido con la descarga eléctrica.

Román vio alejarse a sus cinco asaltantes desde el suelo, roto de dolor por los espasmos musculares. El sucesor del Tempranillo y cía se marcharon sin volver la vista atrás, abandonándolo igual que a un sofá viejo, hablando de la porra eléctrica que uno de ellos le había levantado a su viejo, que era policía, según creyó entender Román, aún en estado de shock.

Después no supo decir con exactitud el tiempo que permaneció así, pero le parecieron años. No hubo auxilio. Nadie se interesó por su estado. Todos cuantos pasaron por su lado o no se percataron o no quisieron percatarse de su presencia hasta que un anciano se acercó para recriminarle su falta de decoro.

-Niñato del carajo, míralo ahí tirado, echando por la boca más baba que un caracol, borracho perdido. O drogado. Mierda de juventud- le espetó mientras le azuzaba el costillar con la punta de su bastón.


Acto seguido, el viejo siguió su camino sin dejar de farfullar la falta de mano dura y disciplina castrense que se necesitaban para enderezar estas generaciones a las que sus padres se lo daban todo hecho.