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viernes, 11 de febrero de 2011

Las atribuladas peripecias de la banda de Agustín González

 Hoy os dejo el inicio de una de las dos novelas que escribí en mis años mozos y que nunca envié a editorial alguna. Son pecados de juventud, pero es que hoy me siento nostálgico.

- Esta vez va en serio, lo sé- sollozó Marcus cabizbajo-. Se ha largado para siempre y no va a volver. Estoy completamente seguro.

Tomás alzó la vista. La cara de su amigo era un poema y aunque se moría de curiosidad por averiguar la causa de tanta aflicción, se limitó a seguir desayunando, a la espera de que fuera el propio Marcus quien decidiera explicárselo. La reacción a su simulado desinterés no se hizo esperar demasiado. Su abatido visitante, viendo que sus lamentaciones no obraban el efecto deseado, metió la mano en un bolsillo del pantalón, sacó una pelota de papel y la dejó sobre la mesa de la cocina en la que Tomás desayunaba plácidamente.

- ¿Qué es eso?- preguntó Tomás, señalando con el índice de su mano el arrugado papel que Marcus acababa de tirar sobre su mesa.

- Una nota- suspiró, alicaído, Marcus-. La fatal, la catastrófica, la apocalíptica nota en la que me comunica su firme e irrevocable decisión de abandonarme.

Para aumentar aún más la teatral atmósfera que había logrado con sus solemnes y derrotistas frases, el recién abandonado se frotó los enrojecidos ojos y sorbió los mocos, dando a entender que hacía un titánico esfuerzo por no llorar.

- Estoy destrozado, hundido, machacado, acabado, hecho polvo, añicos, cisco, para el arrastre. Francamente, estoy hecho una braga, una mierda, una piltrafa, un...

Tomás dejó sobre la mesa el tazón de leche que tenía entre las manos, cogió la nota y la desplegó mientras su compungido colega continuaba con aquella interminable retahíla de calificativos para describir su estado de ánimo. Una batería que sólo interrumpía, por la imposibilidad que le suponía tratar de hablar y masticar al mismo tiempo, para engullir, nerviosamente, las magdalenas que su sufrido anfitrión había sacado para acompañar la leche. El importunado confesor terminó de leer la nota que tantos quebraderos de cabeza parecía estar provocando a su amigo y la dejó de nuevo sobre la mesa. 
 
- ¿No crees que exageras un pelín?

- ¿Quién, yo?- inquirió Marcus irritado, sin poder evitar que un enjambre de migas saliera despedido de su boca y aterrizara en la cara y la camisa del pijama de Tomás.

- ¡Sí, tú, y haz el favor de no hablar cuando tengas la boca llena!. ¡Mira cómo me has puesto, joder!- le reprochó mientras se limpiaba el rostro con una servilleta.

El semblante de Marcus se ensombreció.

- Lo que pasa es que no entiendes la suma gravedad de esta situación. No te das cuenta, eso es todo. Si tuvieses un mínimo de sensibilidad...

Tomás suspiró con la resignación de quien, adivinando tormenta, no puede hacer nada por evitar mojarse y, en consecuencia, se dispuso a capear con estoica paciencia el chaparrón que se le avecinaba. Marcus, algo propenso al melodrama, estaba a punto de iniciar una de sus consabidas, aburridas y esperpénticas peroratas acerca de la sensibilidad, la vida y los sentimientos. Y como de costumbre, iba a ser él quien sufriera en carnes y oídos aquel rollo macabeo.

Ya empezamos como cada día, pensó, Siempre la misma cantinela. ¿Es que no sabe hablar de otra cosa?.

Marcus no sólo parecía desconocer otro tema de conversación sino que había puesto la directa y, cogiendo otra magdalena, empezó a escupir como un poseso migas y palabras sobre el trago que estaba atravesando y el poco tacto con que Tomás se tomaba el asunto. 

Tomás meneó la cabeza. De haber sido cualquier otro quien le hubiese acusado de carecer de sensibilidad se hubiese molestado, pero Marcus era así y sus amigos sabían que no se podía hacer nada al respecto. Salvo aguantarle, claro.

Con el tiempo, la predisposición de Marcus a sacar de madre cualquier situación se convirtió en una constante en su vida y en la de quienes le conocían, que empezaban a acostumbrarse a ejercer de improvisados sicólogos, de paño de lágrimas para sus inacabables confesiones emocionales. La hipersensibilidad de Marcus (aunque él prefiriese definirla como “un corazón altamente receptivo a los estímulos del exterior”) formaba parte de sus rutinas diarias.

Qué cabía esperar de alguien que atesoraba en su casa cientos de manuales de autoayuda con los que aprender a ser feliz, encontrarse a uno mismo o a convergir las energías espirituales de uno mismo y del Universo. O que lloraba después de cascar un huevo para hacerse una tortilla por ser autor material de pollicidio y atormentarte después durante hora y media con la explicación de la congoja que atenazaba su pecho tras perpetrar tan execrable crimen. 

Marcus era un hombre en cuya vida no había medias tintas ni tampoco tintas claras, ni grises  y mucho menos blancas. Sus retinas sólo captaban el más oscuro de los negros.